Sin haber vivido

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…Todo lo queremos ya. En este minuto. En el corto plazo. Somos la generación “fast”. Estamos inmersos en la época de la rapidez, del vértigo. De lo desechable, de lo insustancial.

Vivimos peligrosamente, vertiginosamente, en ambientes que pueden provocar que fácilmente perdamos el rumbo de existencia; es común que, al tratar de obtener el sustento de la vida, andemos como locos, compitiendo por lo nuestro, luchando contra el tiempo, trocando lo malo por lo bueno, apeteciendo cosas perjudiciales como si fueran las mejores.

Este vértigo nos induce a desear vivir por siempre, pero obviamos convivir y disfrutar el momento, deseamos grandes, inmensos placeres, pero se nos escapan esos que nacen de los pequeños encuentros humanos, los que se originan espontáneamente, esos que provocan alegría sencilla, pero buena alegría.

Somos también la generación experta en extraviar lo valioso, eso que auténticamente podría proporcionar motivos para la felicidad.

Esta misma velocidad pareciera incapacitarnos para tolerar, comprender e inclusive padecer y soportar los contratiempos y las adversidades con fortaleza de ánimo y determinación. Nos hemos vuelto impacientes e indiferentes, inmejorables ingredientes para la perfección del mismísimo egoísmo.

El gozo auténtico

En fin, frecuentemente, hacemos a un lado lo que proporciona gozo auténtico: el placer de estar en familia, el trabajo diario, la serenidad de una siesta, la mesa compartida con aquellos que queremos, la silenciosa caminata, el olor del café, los imperceptibles detalles que espontáneamente surgen durante el día, los atardeceres y amaneceres, la lectura de un libro, el tiempo “perdido” con el amigo, la música que alegra y ensancha el alma, el placer de brindar un servicio, el agradecimiento, el afecto o el saludo dado o recibido, el estar en paz con Dios, el poder percatarnos que el mundo, a pesar de los pesares, es aún hermoso, y tantas otras cosas que, al ser gratuitas – o “pequeñas” – no son valoradas.

Entonces, pareciera que somos desdichados por nuestra ceguera e incapacidad para apreciar las realidades y momentos que son fuente de alegría, por hacer las cosas por puro placer. Por olvidar lo corto y efímera que es la vida y entonces andar procurándonos imposibles, o por lo menos retrasando motivos para la alegría y la felicidad. Olvidamos que cada minuto nos ofrece ser fuera de serie.

En busca del sosiego

Sería útil recordar que la felicidad –como comenta Martín Descalzo – no consiste en carecer de problemas, sino conseguir que las dificultades, obstáculos y padecimientos de nuestra condición mortal no ahoguen la alegría y el gozo del alma. Pero cómo alcanzarla si andamos corriendo tras tantas quimeras y desencantos.

Posiblemente, sea necesario hacer un alto en la vida con el fin de pensar, de sosegarnos, para percatarnos de las hermosas realidades que se encuentran al lado del camino por el cual transitamos diariamente, pero que solemos ignorar por querer esperar más, por la tremenda impaciencia que nos distingue, por no parar para respirar pausadamente los segundos y el fugaz aroma de las flores.

Hoy he tomado prestado un cuento que invita a la reflexión sobre este tema, que apremia a tomar conciencia sobre el auténtico significado del momento. Narración que estimula a poner un freno a nuestra alocada carrera para pensar con tranquilidad, para analizar si acaso los motivos de felicidad residen en las pequeñas situaciones que la vida ofrece y que, por su naturaleza, son totalmente gratuitas y disfrutables. Me refiero a esos instantes que podemos hacerlos brillar para nuestro gozo.

El abeto inconforme (versión libre de un cuento de Christian Andersen)

“En un bosque existía un abeto, joven y elegante, crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos, pero este árbol siempre vivía infeliz.
Los niños pensaban que era muy bello y les encantaba jugar con él, pero el abeto sólo pensaba en crecer rápido, por tanto, le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo; solamente quería ser un árbol grande para que lo convirtieran en el mástil de un barco y así recorrer el mundo.

“¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto!

-¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto. Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza.

Permanente sufrimiento

¡Cómo sufría el infeliz cuando veía que se llevaban a otros árboles del bosque, sin duda menos hermosos y esbeltos que él! Por fin, un día llegó un hombre con un hacha, lo cortó y se lo llevó a su casa.

Era navidad y allí lo adornaron con luces y bambalinas, y él se moría de las ganas de que anocheciera para relucir, y luego que fuera de día para que los niños vinieran a recoger sus regalos.

¿Por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa.

Cuando estaba ya fastidiadísimo de esa monotonía de días iguales donde ya nadie alababa su belleza, sintió que un día lo desnudaban de todos los adornos y su corazón empezó a latir de la emoción porque pensaba que lo iban a llevar a conocer otros lugares. Para su tristeza y decepción lo llevaron a un desván.

Solitario por decisión propia

Le costó aceptar que lo habían abandonado y lloraba desconsoladamente de rabia y de impotencia. Unos ratones intentaron consolarlo, le propusieron ser sus amigos y le invitaron a jugar y a divertirse, pero el abeto infeliz pensaba que él había nacido para algo mucho más importante que jugar con unos pobres ratones y así vivía en solitario su desencanto.

Cuando por fin, alguien entró a buscarlo, pensó que lo iban a plantar de nuevo o que lo llevarían a recorrer el mundo, pero lo cortaron en pedazos para hacerlo leña.

“Se acabó, se acabó – pudo quejarse antes de morir- ¡si me hubiera alegrado cuando aún podía, pero ahora ya es tarde! ¡Para mí, todo ha terminado!”

Ceguera

Aleccionadora narración. Ese abeto se asemeja a los humanos: generalmente dolidos e inconformes. Insatisfechos.

Es extraño y contradictorio: por la rapidez, por la urgencia, por buscar más “nivel”, por vivir permanentemente inconformes del sol, aire y espacio, por quejarnos de lo que tenemos o no poseemos, la vida se nos puede escapar sin haberla vivido del todo.

Tal vez, ignoramos que el auténtico y único tiempo vivido es el disfrutado. Ese tiempo habido fuera de la velocidad, la desesperación, las comparaciones y la angustia.

¡Qué manera de vivir! ¡Qué ceguera! ¿Habrá mayor tragedia humana?

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