Que nos lleve el tren

Nací al día siguiente del trágico accidente de Puente Moreno del tren que venía de Real de Catorce a Saltillo. Crecí en el centro de Saltillo, a unos 2 kilómetros de la estación de Ferrocarriles, lo que me permitía escuchar cada noche cuando El Regiomontano venía a tiempo llegando de Monterrey y en ruta a la Ciudad de México.

Mi bisabuelo paterno era maquinista en Ferrocarriles Nacionales; mi abuela me contó sobre él en un recorrido en tren de Saltillo a Monclova, hace unos 40 años. Recuerdo, como si fuera ayer, la noche de junio de 1982 en que me subí, por primera y última vez, al tren El Regiomontano en la estación de Saltillo para llegar al día siguiente a la estación Buenavista del D.F.; pocas veces he vuelto a sentir ese tipo de emoción esperando para subir al tren y al escuchar y sentir cuando arrancábamos. Hace casi 20 años volví a subirme, por última vez en México, a un tren de pasajeros, El Chepe, allá en Chihuahua. De pronto, viajar en tren en México se volvió una experiencia turística y no una alternativa normal de transporte. Como muchos otros sectores, los gobiernos abandonaron al tren de pasajeros y nos dejaron a la suerte de autobuses en mal estado en carreteras peligrosas y de aviones y aeropuertos que no pudieron llenar el hueco dejado por máquinas y vagones.

Repentinamente, en México los trenes parecen estar de moda. Al menos en las noticias y en la publicidad oficial, pareciera que estamos viviendo un segundo porfiriato en materia de proyectos de ferrocarril. Claro, estoy exagerando en la comparación. Primero, porque entre 1884 y 1910 se estima que Porfirio Díaz construyó unos 18,000 kilómetros de vías férreas, comparado con unos 1,500 kilómetros del tren Maya, la conclusión del tren interurbano México-Toluca de 60 kilómetros (que llevó 10 años construir), la construcción de un ramal de 23 kilómetros del tren suburbano para conectar la estación Buenavista con el AIFA (a un elevado costo de unos $1,500 millones de dólares) y la intención de unir los 300 kilómetros entre el Pacífico (Oaxaca) y el Atlántico (Veracruz) con el tren Transístmico de carga y pasajeros (con vagones de segunda -o tercera- mano). Segundo, no solo la escala de proyectos o la cantidad en kilómetros de nuevas vías es muy distinta, sino también la magnitud y complejidad relativa a ejecutar un proyecto de este tipo, en el siglo diecinueve tendría que ser mucho mayor a hacerlo 130 años después con la tecnología de hoy. Si el presidente López Obrador se la pasa en trenes, inaugurando vías y presumiendo constantemente esos proyectos, imagínense el tiempo, ancho de banda y atención que Porfirio pudiera haber dedicado en aquel entonces a presumir sus proyectos ferroviarios si hubiese tenido “mañaneras” o giras de trabajo al estilo AMLO. Debo señalar que esta iniciativa del gobierno actual de habilitar rutas, terminar obras inconclusas y lanzar grandes proyectos ferroviarios me parece, en general, muy atinada, necesaria y bienvenida. Claro, podríamos enfocarnos en los retrasos en las obras, los exorbitantes sobrecostos, los vagones de tercera mano, la inauguración de obras que no están terminadas solo para la foto, o lo incómodo que es la participación del ejército y la marina en todo proyecto de este gobierno. Sí, hay mucho qué criticarle a este y a anteriores gobiernos sobre uso del presupuesto, sobre las formas, sobre la calidad de sus obras, sobre la infraestructura rebasada; pero en esta ocasión, y en este tema de las obras ferroviarias, quisiera no solo enviar un mensaje de apoyo a estas iniciativas del presidente y su gobierno, sino también expresar una exigencia de acelerarlas y profundizarlas a lo largo y ancho del país, no solo a través del Ejército o la Marina, sino incluyendo a inversionistas privados, nacionales y extranjeros, que puedan multiplicar los resultados en menos tiempo para beneficio de la economía nacional y de la población en general.

En materia ferroviaria, como en otras, nos hemos quedado atrás. Pesa mucho la visión, actitud y mentalidad oficial de décadas, con distintos partidos y personajes en el poder, que arropa una especie de “(des)modelo económico” que promueve y premia el estancamiento y que es alérgica a los comparativos, al benchmarking, a la adopción de nuevas ideas y tecnologías, a corregir cuando hay error, a premiar resultados, a castigar corrupción y burocracia y a competir contra todo el mundo y no solo contra el barrio latinoamericano. Es tal la falta de resultados positivos en materia de infraestructura que la inauguración de la primera etapa de una obra de 60 kilómetros que tardó 10 años en concluirse (un atraso de 6 años) y que acabó costando más del doble de lo presupuestado originalmente, se aplaude y se presume como si fuera una obra faraónica de Ramsés Peña I y Tutankamló. Se festeja la ineptitud, lo poquito.

Mientras, en esos diez años que tardó la primera etapa del tren México-Toluca, China construyó 25,000 kilómetros de proyectos ferroviarios de alta velocidad (más o menos igual a lo que tiene hoy todo México de trenes de baja velocidad, incluyendo lo construido por Porfirio hace 130 años). Bien por el regreso del tren, ahora habrá que saber cómo operarlo y sostenerlo para que pueda seguir su auge y, ahora sí, nos lleve el tren.

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