Nuestro Niño interior es una parte antigua de nosotros mismos que aparece en forma de emociones, pensamientos y sentimientos ante determinadas circunstancias que lo activan. Todos hemos tenido heridas emocionales en la infancia que no pudimos resolver. Si estas vivencias no fueron reparadas, nuestro niño se quedó dañado. Y aun de adultos lo podemos sentir dentro de nosotros. Porque crecer por fuera no siempre implica crecer por dentro.

Frecuentemente, los pequeños y adolescentes pueden tener experiencias vitales que les hacen sentirse tristes, solos, incomprendidos, juzgados, avergonzados, enfadados, desamparados o asustados. Esto sucede generalmente ante las críticas de los demás, ante la invasión, la exigencia o la exclusión. Y, en los casos más graves, ante los abusos, el abandono y la violencia. Cuando estas experiencias fueron muy intensas, muy repetidas y/o no fueron atendidas adecuadamente, dejan una huella en nosotros.

Para poder enfrentarse a estas situaciones de alta carga emocional, los niños necesitan experimentar relaciones de confianza sólidas, comprensivas, estables, amorosas, respetuosas y cariñosas. Unos vínculos que les protejan y acompañen emocionalmente a enfrentarse a las dificultades naturales de la vida. Como responsabilidades, situaciones sociales adversas, nuevos escenarios, cambios, etc.

Pero no todos tenemos el acceso a esas relaciones todo el rato o en el nivel que necesitaríamos. Por ejemplo, puede que los responsables de cuidarnos (padres, maestros, educadores, etc.), estuviesen ocupados, o preocupados y no quisiéramos molestarlos con nuestras historias. O puede que, ellos mismos, no tuvieran las habilidades emocionales para acompañarnos a resolverlas. Porque en su propia historia de aprendizaje tampoco las tuvieron. Y en otros casos, puede que fueran ellos mismos los que nos criticaban, o exigían. Generalmente desde la buena intención de ayudarnos a crecer, pero con un enfoque inadecuado.