La siguiente e inminente revolución

No sé si es solo mi contexto, ánimo y etapa de la vida, pero tengo la impresión de que se respiran cada vez más aires de conflicto no solo entre países, sino más y más polarización dentro de las fronteras de países enteros. De pronto está de moda definir todo entre izquierda y derecha, los buenos y los malos, blanco y negro, todo binario y todo generalizable. Aunque considero que son lamentables y motivo de estrés relevante para la humanidad, los conflictos armados y la polarización política me parece que no están en el primer lugar de posibles detonantes de movimientos sociales enteros en países que viven paz relativa. No quiero decir que les restemos importancia, solo estoy convencido de que si algo hará que sociedades enteras se rebelen contra sus gobiernos y sus sistemas económicos no serán temas geopolíticos o políticas macro fallidas. La siguiente revolución que nos tocará vivir y que pudiera detonarse país por país o incluso a nivel global es la revolución del consumidor y del contribuyente y no será exclusiva de países menos desarrollados, es más, pudiera iniciar en países considerados de “primer mundo”.

Por motivos de trabajo me toca viajar con cierta frecuencia. Esta semana estuve dos días en París y eso implica que pasé una buena cantidad de horas en el aeropuerto Charles De Gaulle, aeropuerto que debería obtener el premio al peor aeropuerto importante del mundo y donde prácticamente NADA funciona como debería. Es ahí donde fui testigo de las condiciones que, amplificadas a otras áreas de la experiencia del consumidor o contribuyente, eventualmente, tendrían que desembocar en una especie de levantamiento, huelga o protesta a escala nunca vista por lo que es un abuso sistemático de los derechos del consumidor. De un lado están aerolíneas internacionales que operan, generalmente, como monopolios, oligopolios o carteles (las famosas alianzas), que se coluden con frecuencia en sus prácticas comerciales para maximizar sus precios y minimizar los servicios (en calidad y cantidad) lo más posible. Otro de los jugadores clave es la autoridad que concesiona o en algunos casos opera los aeropuertos y que está preocupada principalmente por la contraprestación que recibe del operador o directamente del usuario (por ejemplo, México tiene uno de los niveles de Tarifa de Uso de Aeropuerto más altos del mundo). El operador del aeropuerto cobra al usuario a través de la aerolínea y fuera de un par de kisocos de “información” su interacción con el usuario es casi nula. Un usuario inconforme con un aeropuerto, ¿a dónde dirige su queja?, ¿quién le va a hacer caso? Así, cuando alguien se atreve a ir a un aeropuerto, como el Charles De Gaulle (CDG), la interacción es en mostrador con la aerolínea, en la fila de migración con el gobierno francés, en seguridad con un concesionario que opera el proceso, incluso al abordar, y dependiendo de la línea aérea, es posible que uno trate con personal de otra aerolínea que tiene alianza con la que uno está volando. Así, nadie es responsable de la experiencia entera del pasajero y es muy sencillo para todos los anteriores señalar al otro cuando algo no funciona.

Al llegar a CDG, el usuario es sometido a un tratamiento digno de vacas, con filas interminables y con un control de pasaportes que tiene más de la mitad de sus ventanillas cerradas, porque a nadie se le ocurrió revisar cuántos vuelos con cuántos pasajeros iban a llegar esa mañana. Como si nunca hubieran operado un aeropuerto. Los pasajeros, cientos, tal vez varios miles, desesperados, impotentes, se saben abusados, quedan en manos de jóvenes con un chaleco color naranja que son puestos en la línea de batalla armados con una sonrisa que difícilmente durará más de un par de horas. Para entrar a Francia la fila general en CDG llevó hasta tres horas, según un pasajero que conocí en la fila para salir de Francia. La fila para salir de CDG llevó hora y media, unos 200 metros de fila, para quienes teníamos la fortuna de estar en la fila “prioritaria”, ya después inspección de equipaje y otras dos revisiones de seguridad. El pasajero que iba en la fila contigua justo antes de que presentara yo mi pasaporte a una máquina futurista que NO funcionó llevaba dos horas y media y estaba a punto de llorar porque iba a perder su vuelo (como él, seguramente cientos). Se respiraba un aire colectivo de frustración que fácilmente puede desembocar en la chispa de una revolución, tal vez apropiado que iniciara en Francia. Las personas en la fila eran de decenas de nacionalidades y todos, al mismo tiempo, estaban unidos por el sentimiento de impotencia y agravio que empresas (aerolínea y aeropuerto) y gobierno les recetaban. La siguiente revolución nos toca a los consumidores; hay que hacerle ver a empresas abusivas y gobiernos desinteresados que AHÍ hay un foco rojo. Quien logre entender que el consumidor/contribuyente es relevante y lo haga su proyecto, pudiera ser el líder que el mundo necesita. Esto aplica a todos los niveles de consumidores, desde un aeropuerto en Europa hasta la segunda caja del Oxxo en tu cuadra.

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