Hospitalidad fecunda

Como anillo al dedo las palabras de José Ingenieros: “Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella”. Y esto mismo aplica al lugar en donde nacimos, o a la ciudad que nos adopta para hacer vida; es decir, a nuestra “primera patria”: Estamos como estamos por desamor y ausencia de respeto a nuestras ciudades, por el descuido individual al entorno que habitamos.

Los antiguos griegos no solo destacan por haber sido los creadores de las olimpiadas, o por toda la inmensa cultura que han compartido con la humanidad, sino también por la manera en la que solían educar a su juventud.

Cuando los jóvenes de Atenas cumplían los diecisiete años hacían el siguiente juramento a su ciudad:

“Nunca traeremos vergüenza sobre nuestra ciudad mediante actos de deshonestidad o cobardía. Lucharemos por los ideales y las cosas sagradas de la ciudad, tanto individualmente como en grupo. Reverenciaremos y obedeceremos las leyes de la ciudad, y haremos todo lo posible para alentar la reverencia y el respeto en quienes estén por encima de nosotros y sean propensos a soslayarlas o desobedecerlas. Lucharemos sin cesar para agudizar el sentido del deber cívico del pueblo. De esta manera legaremos una ciudad aún más grande y esplendorosa que la que hemos recibido”.

Llamado a la convivencia

Este voto se basaba en el compromiso que todo joven y ciudadano le debían guardar al lugar en donde vivían – a su espacio vital -, este compromiso invitaba cada ateniense a encontrar su personal calidad de vida descubriendo el bienestar colectivo.

Este juramento era un llamado a la convivencia pacífica, al aprecio de los más supremos valores que tenían sus ancestros y que ahora los jóvenes tenían la obligación de pasarlos a sus hijos. Representaba un llamado a la solidaridad social, a rendir obediencia a las normas que hacían (y hacen) posible la vida comunitaria.

Indudablemente, a pesar del paso de los siglos, esta costumbre griega hoy, más que nunca, tiene una excepcional vigencia, y no sólo en el ámbito en cual originalmente se proclamaba, pues fácilmente es aplicable al hogar, a la escuela, al club social o deportivo y a la empresa en donde se labora.

El antiquísimo compromiso ateniense nos recuerda (a los “avanzados” habitantes del siglo XXI) el valor de la responsabilidad, también hace patente que los principios en los cuales los seres humanos basamos la convivencia son universales, válidos y aplicables para todos, para todas partes y para todos los tiempos, que por su propia naturaleza son objetivos, auto evidentes, es decir: que no envejecen, ni cambian a través del tiempo. De ahí que la gente responsable, por definición, aprecia y hace por preservar y conservar su ciudad, así como las normas de convivencia para el bienestar del común vivir.

Es oportuno

Desgraciadamente, en la mayoría de las ciudades de México, pareciera que prevalece – y no marginalmente – la cultura del tener sobre la del ser, la del yo vs el nosotros, la del desorden sobre el orden, del descuido sobre el cuidado, del ruido sobre la moderación, de la basura sobre la limpieza; donde se tiende a aplaudir lo inmoral (sobre todo lo político, pero no exclusivo de este ámbito); donde se intercambia lo virtuoso por lo vulgar; donde es común pretender hacer el mal para conseguir el bien; donde las personas pensemos que podemos “auto- fabricar” principios y valores de acuerdo a la conveniencia y circunstancias del momento.

Dadas estas realidades, sería oportuno aprender a ser ciudadanos basados en el juramento ateniense, entonces sabríamos platicar con orgullo del lugar donde vivimos, de la gente que nos rodea, del amor que sentimos por nuestra primera patria.

Saber ser ciudadano

Ínsito: Este juramento, en los actuales aciagos tiempos, recuerda que la responsabilidad hacia nuestra patria significa aprender a responder activa y positivamente a la voz de los principios, derechos y valores universales, y a todas las consecuencias que estas respuestas implican. Lo que deja entre ver que la persona responsable toma las riendas de su vida, se ajusta con alegría a la realidad y con ello a todo su sentido, alcance, dificultades, triunfos y fracasos. Este es uno de los caminos para cumplir con las normas de conducta que son colectivamente convenientes sin renunciar a su libertad. De ahí que la responsabilidad cívica sea fuente de dignidad y madurez personal, de saber ser ejemplares ciudadanos mexicanos, pero también globales.

Hacer el bien

Ciertamente, para ser responsables no bastan juramentos, pues cerca de nosotros se encuentran sagazmente agazapados los enemigos naturales de los más altos ideales, de las convicciones y de los esfuerzos individuales; por tanto, aparte de edificar razones que estimulen y compartan valores semejantes, es necesario la obediencia cotidiana a las leyes, la disposición a cumplir con la parte que nos corresponde para el bien de las comunidades que habitamos.

Hacer el bien a la ciudad que nos hospeda, respetar a su gente y tradiciones tiene un premio intrínseco: el orgullo de contribuir con a nuestra “primera patria” – ya sea por nacimiento o adopción -, a las ciudades que nos acogen, de sentirnos parte de ellas: de su presente, futuro, y luego de la historia que contribuimos a forjar cotidianamente.

Ojalá que este juramento sirva de reflexión para afianzar las convicciones éticas sobre el hecho de habitar un espacio de México. Sobre la realidad de ser mexicanos. Sobre la responsabilidad de derribar los muros que internamente nos alejan y dividen.

Por la ciudad

Que bueno sería que los lunes, día en se acostumbra a consagrar honores a la bandera en las escuelas del país, se aprovechará para encumbrar la ciudad que habitamos, a nuestras realidades específicas, para evidenciar sus tradiciones y las buenas costumbres, tal como lo hacían esos jóvenes atenienses como profunda muestra de amor a su tierra e historia.

Sería bueno que el juramento de Atenas lo hiciéramos los de Saltillo por Saltillo (mi primera patria); tal vez así, empezaríamos a detener el grave deterioro que nuestra ciudad, la antes Atenas de México, padece en los ámbitos de seguridad, violencia y en la terca pandemia de los suicidios que no paran y que denuncian deterioro social.

Tal vez, si juramos y trabajamos por nuestras propias ciudades, si cada uno de los mexicanos nos transformamos en los cronistas de los espacios que habitamos, si barriéramos las banquetas de nuestras propias casas, si respetaremos los lugares comunes, si cuidáramos el agua, si cuidáramos nuestras actitudes, si recuperáramos la memoria de lo perdido; en fin, si todos respetáramos a nuestras “primeras patrias” empezaríamos, apoyados con la fertilidad de la diversidad y pluralidad que hoy pueblan las comunidades mexicanas, a honrar a nuestros ancestros que solían amar y forjar sus terruños. Entonces recuperaríamos mucho de nuestra mexicanidad.

Entonces las calles y los barrios de nuestras ciudades se llenarían del esplendor de la hospitalidad fecunda y la calidez de la generosidad que distinguen a nuestra sangre, a México, en el mundo entero.

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