Guerra civil mexicana

“Más bien, nos corresponde a nosotros, los vivos, dedicarnos a la obra inconclusa que aquellos que lucharon aquí han avanzado tan noblemente hasta ahora. Nos corresponde más bien estar aquí dedicados a la gran tarea que nos queda por delante; que de estos honrados muertos obtengamos una mayor devoción a esa causa por la que aquí dieron la mayor muestra de devoción; que aquí resolvamos encarecidamente que estos muertos no hayan muerto en vano, que esta nación, bajo Dios, tendrá un nuevo nacimiento de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no desaparecerá de la tierra”.

Este es un fragmento de uno de los discursos más cortos (2 minutos) y famosos, pronunciado por Abraham Lincoln en el cementerio de Gettysburg hace 160 años, cuando Estados Unidos estaba justo a la mitad de su guerra civil que no terminaría sino hasta 1865 y con un saldo de más de 600,000 soldados muertos. Y no, no pretendo equiparar la gravedad de una verdadera guerra civil como la americana con un sentimiento de división y polarización en México, que no llega (por ahora) a facciones armadas y a una lucha abiertamente violenta entre sur y norte, derecha e izquierda, ricos y pobres, o progresistas y conservadores. Sin embargo, sí quiero levantar la mano (y la voz) para alertar sobre un proceso electoral y un ambiente político que ya se nos viene encima para la elección de 2024, después de innumerables fases de precampaña que se sienten eternas e insoportables. En este proceso mexicano en el que políticos, partidos y grupos se quieren vender como reformistas y transformadores, aún y cuando sus resultados históricos y sus ideologías (o falta de ella) no deberían hacernos sentir cómodos o confiados de que obtendremos, ahora sí, algo que no hemos tenido en los últimos 30 o 40 años.

La licuadora política mexicana está cargada de los mismos ingredientes de siempre y esperar que el batido tenga un sabor distinto es rayar en la locura. Los “planes” y las “propuestas” de unos y otros no traen nada nuevo y, con su retórica exagerada, se enfocan más en dividir que en unir, en deshacer más que en hacer, en destruir y no construir. Nos dicen, al menos hasta hace una semana, que la elección es entre dos mujeres y pareciera que esa es toda la novedad. Pudiéramos esperar que el tono del discurso de esas dos mujeres fuera más sensato, más considerado, más sensible e incluso más inteligente. Pero no, una acartonada y la otra simplona. Parece un concurso entre dos candidatas con bastante poca sustancia y altamente controladas por los dueños de sus respectivos proyectos. De un lado los porros de hoy, y del otro los que ayer pudieron y debieron, pero no quisieron o supieron. Venimos de haber navegado “el primer fin” del PRI en el 2000; dos sexenios de oportunidades perdidas y atorados en neutral con Fox y Calderón; el regreso de lo más rancio y corrupto del PRI con Peña; el pacto entre AMLO y Peña (el intocable) y un sexenio en el que nos quieren convencer de que la corrupción se acabó, que ya no hay huachicol, que la violencia es culpa de otros, que el crecimiento económico no es tan importante como el “índice de felicidad”. Nos ponen en la encrucijada de tener que escoger más de lo mismo que tenemos hoy o más de lo mismo que tuvimos antes. Se percibe un país que es como un barco a la deriva, con velas desgarradas, timón quebrado y tripulación sin remos. Con un capitán (o posiblemente capitana en el futuro) que no tiene ni tendrá el tamaño necesario para ayudarnos a evitar que el barco se estrelle contra las piedras, las de babor o estribor. Que desde hoy sabemos no tendrá la presencia ni el poder de convencimiento ni un mensaje que nos saque de la división y de la aparente e inconsciente intención de dividir y polarizar, sino al contrario. Las cartas están echadas y parece tendremos que resignarnos a otro sexenio mediocre donde la división y la polarización seguirán agudizándose y nos seguirá poniendo en un rumbo cada vez menos de concordia, unión y progreso y más en un ambiente que pudiera encaminarnos a una verdadera guerra civil. Por eso, tal vez deberíamos los mexicanos ponernos a buscar un perfil más parecido a Lincoln, un unificador, con autoridad moral superior y con la inteligencia y capacidad suficientes para ver más allá de lo que nos hace distintos y lo que nos contrapone unos con otros.

Sí, hay lo que hay. Pero urge convencernos de que no es eso lo que merecemos. Menos si esas dos opciones están totalmente copadas y dominadas por personajes, de un lado y otro, que deberían ser ya impresentables y que deberíamos haber ya desterrado para siempre, especialmente si aspiramos a transformar a un país entero.

Estoy seguro de que entre 130 millones de mexicanos habrá uno (o una) que pueda decirnos y demostrarnos, al estilo Lincoln, que nos corresponde a nosotros los mexicanos entender nuestras fallas y oportunidades, lo que no ha funcionado ni funcionará, deshacernos de fórmulas ineficaces y comprender que México sigue siendo una obra inconclusa que requiere mucha atención y dedicación de nosotros, para establecer un verdadero gobierno del pueblo y para el pueblo, que procure el resurgimiento de esta gran nación que no ha visto aún sus mejores días.

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