El cainita (Rubén Moreira)

Está en las antípodas de ser un hombre carismático. No baila como su hermano; lo suyo es el cálculo, la acechanza, la trama, el golpe bajo. No es tonto, pero tampoco lo brillante que finge ser y lo que sus aduladores pregonan (“es el pensador de la familia”, dicen).

La política, como a muchos de su índole, le cambió la vida. Un recorrido por las casas que habitó y las cuentas bancarias a su nombre, cuando empezó a tenerlas, ejemplificaría la rapidez con que, desde una posición de poder, se pueden fabricar fortunas, cambiar de estatus, tener “charm”, cuando en otro tiempo era ignorado, y aficionarse al golf.

En la facultad, intercambió puñetazos con un júnior influyente a quien después tuvo de empleado en el Congreso. A otro, ese sí amigo de juventud y compañero de estudios y de lecturas, le entregaría después la balanza de la justicia con los platillos amañados y las manos libres para hacer negocios.

A uno de sus exmaestros lo halagaba en público y después difundía en redes sociales una charla suya –sacada de contexto– con el secretario de Finanzas. El exfuncionario, a propósito, está vinculado a proceso por uso indebido de atribuciones en la asignación de contratos por 475 millones de pesos, cual si no hubiera actuado así por instrucciones superiores.

Un aliado a quien manifestaba gratitud por haberlo ayudado a convencer a su hermano de nombrarlo sucesor y cuya fotografía portaba en la cartera en señal de compromiso, fue objeto de su inquina y a uno de sus hijos le inventó cargos para presentarlo como un delincuente.

Su iracundia mandó al hospital a varios colaboradores (algunos murieron en servicio y otros después en condiciones extrañas). Se regodeaba en maltratar y burlarse de los subalternos más próximos premiados con sinecuras en el Tribunal de Justicia y otras áreas de la Administración como en el fantasmal Instituto de Información Pública.

Pasar de funcionario de bajo nivel al centro de la atención puede provocar trastornos, nublar el entendimiento, activar mecanismos emocionales y dar paso al síndrome de hybris, la enfermedad del poder. El maltrato que brindó a sus predecesores y exjefes en el Gobierno, al Obispo de Saltillo y a algunos líderes de opinión, lo demuestra. Puede argumentarse que la política es así, y en efecto lo es. Pero como los límites no los fija la ley, sino las complicidades y los intereses, las contenciones deben ser morales.

Si la gubernatura cayó, en ese periodo extendido en las peores manos, se debe en gran parte a la indiferencia ciudadana, a la cobardía de la clase política y a la influencia de la oligarquía, siempre ávida de ganancias.

Alzar el puño izquierdo con gesto insano y retador sirvió para distraer al público mientras se vaciaba el presupuesto. Pavonearse con la máscara de campeón de los derechos humanos después de que su Gobierno fue denunciado ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad, es un insulto.

Quien más lo conoce, es decir su hermano, es quien mejor lo ha retratado y dicho de él lo que es: un cainita. El personaje trepó hasta la dirigencia del PRI y causará al país un grave daño al privarlo de una coalición opositora que, si bien hoy día es un fracaso, puede contribuir, con los ajustes necesarios, a establecer contrapesos a un Presidente fuerte y poderoso como lo es Andrés Manuel López Obrador.

La ciudadanía ha tomado nota. La traición se cobrará en las urnas. Su partido perderá votos –y quizá el poder– en las elecciones de 2023, cuando se renueven las gubernaturas de Coahuila y Estado de México, y en las presidenciales de 2024.

Gerardo Hernández/Zócalo

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